uso preocupante de la tecnologíaLlevo algún tiempo reflexionando sobre el uso desmesurado de la tecnología, el exceso, a veces innecesario, de información y las consecuencias de que todo este maremagnun pueda afectar negativamente a nuestra vida diaria y, que queréis que os diga, me preocupa y mucho.

Echando la vista atrás, mi primer contacto con la tecnología probablemente fuese, imaginaros la estampa, cuando mi padre trajo a casa, a bombo y platillo, el primer televisor en color de la marca Philips; un recuerdo imborrable de esos colores rojos, azules o amarillos intensos vistos en mi serie de dibujos favoritos por aquella época, Mazinger Z, que me hicieron observar el mundo de otra manera, extraña y maravillosa a la vez. Ni que decir tiene que los chavales a esa época dedicaban su precioso tiempo a hacer las tareas del cole (los menos), y a jugar (en mayor medida), concretamente en la calle a un sucedáneo de fútbol con mochilas a modo de porterías.

No fue hasta años más tarde que me hice (más bien fue un regalo por ser buen estudiante) de mi primer ordenador: un Spectrum de 48K que, dicho sea de paso, aun conservo como pieza de coleccionista. Luego, adoptamos en casa a un Amstrad con tarjetera de discos en el que me adentré, ya que era el único de la familia que osaba usarlo, en el mundo de la programación a pequeña escala, desarrollando código en el lenguaje Basic y creando mi primer juego, el popular “kiriki”.

Si lo comparamos con la actualidad, la cosa, cómo habéis tenido ocasión de observar, ha cambiado exponencialmente y en todos los aspectos: un simple teléfono móvil tan pequeño como la palma de una mano tiene más potencia de procesamiento y memoria que mi añorado Spectrum, siendo evidente que la tecnología ha evolucionado de tal manera que lo antaño impensable como podernos comunicar (con transmisión de datos, fotos o video) a un simple golpe de click con personas, por poner un ejemplo, en una red social que no conocemos físicamente o sólo por su foto de perfil, y que se encuentran a muchos kilómetros de distancia nuestra, ahora resulta algo simple y cotidiano.

En mi retina se encuentra aún el recuerdo imperecedero de mi primer teléfono móvil utilizado para mi trabajo, concretamente un Motorola estilo walkie-talkie o ladrillo al uso que, con su funda especialmente diseñada, se encastraba en el cinturón del pantalón como medio idóneo para llevar tamaño dispositivo. Posteriormente, llegaron otros de marcas dispares: un Philips grandote, un Nokia con el jueguito de la serpiente que lo hizo famoso, un Sony Ericsson al que se le cayó la antena, nuevamente otro Nokia que me robaron vilmente cuando conversaba en un paso de cebra, el Motorola de tapita tan popular por aquél entonces que murió por viejo, un Samsung Omnia que llevaba en sus entrañas el windows mobile y office completo (me lo compré porque me juraron y perjuraron que era mejor que el iPhone) al que vendí a un amigo por el iPhone 4, un Sony Arc-s del que tengo un infausto recuerdo por no haber podido adaptarme, de nuevo otro iPhone que le compré a un amigo de twitter (el modelo 4s blanquito con siri como reclamo), el iPhone 5s de 32 gigas del que considero un terminal cuasi-perfecto en todos los sentidos (las cinco estrellas las tendría si la batería durara al menos hasta finalizar el día), y mi actual Nokia Lumia 930 con windows phone 8.1.

La tecnología debe servir para hacernos la vida más fácil pero nunca servir de medio eficaz de esclavitud a ella; Es sintomático observar de que forma chavales jóvenes de no mas de veinte años que salen para tomar un café se sientan en una mesa y, en vez de conversar unos con otros para contrastar opiniones y establecer lazos de concordia entre ellos, se dedican a manejar ese aparatejo del demonio que guardan en sus bolsillos (los de pantalla grande en sus mochilas por razones obvias) y al que todos llaman móvil.

Todo este peregrinar en el uso de la tecnología me ha hecho darme cuenta de que lo verdaderamente importante no es mantener al día el timeline de twitter o divisar cada 3 minutos y medio nuestro muro de Facebook ni, tampoco, probar casi compulsivamente las nuevas betas del sistema operativo de turno o apps de moda. Creo que no me equivoco si os digo que desde este preciso momento reivindico mi derecho a poderme tomar una cerveza con mis amigos y no hacerlo virtualmente con un emoticono de una jarra espumosa del líquido elemento (gracias amigo Blai -@miopepensativo- por esta apreciación en el podcast “Beta privada” y perdona por copiarte), disfrutar de la compañía de mi santa esposa o de mi familia más allegada sin que las molestas notificaciones enturbien ese bonito momento, leer un buen libro en papel y, en definitiva, sentirme vivo aunque me haya dejado en casa el móvil.

No me gustaría terminar este artículo hablando mal del genio y figura de Steve Jobs, sobre todo porque no podría defenderse, pero aun agradeciéndole todo lo bueno que hizo para la humanidad, lucirse se ha lucido.