No sé si habéis oído hablar, me supongo que sí, de la polémica surgida en torno al estreno de la película de Sony Pictures “The interview)”, y del hackeo de cuentas de dicha empresa tecnológica y de consumo, con la amenaza para nada velada por parte de organizaciones opacas probablemente provinientes del Gobierno de Corea del Norte, del daño físico que podrían sufrir los operarios de Sony si ese jocoso film osaba siquiera presentarse a su visionado al gran público. Pues bien, todo esto me hizo replantearme y reflexionar sobre cierta pregunta que ha estado rondando por mi cabeza desde que surgió este asunto en las redes sociales: si han conseguido estos piratas informáticos información sensible y privilegiada de una compañía que presumiblemente gasta millones de dólares en su seguridad, ¿que podrían lograr, si se lo propusieran, de unos simples anónimos cuyas claves de servicios en internet y contraseñas bancarias suelen ser en su mayoría la misma y de escasos dígitos para poder recordarlas?
Resulta evidente para el más común de los mortales que la sociedad de la información y el uso adecuado y consecuente de la tecnología permite, con todo su poder de convencimiento, que cada uno de nosotros seamos más productivos, más eficientes y nos haga, en definitiva, la vida un poquito más fácil pero, no es menos cierto y no podemos olvidarlo, que todo lo logrado en estos años (el ordenador personal en casa, internet, la conexión a la red en aparatos minúsculos como son los móviles en un uso globalizado del mismo, etc…), impensable de todo punto para el mayor de los visionarios en apenas varios lustros, lo es siempre a costa de un pérdida consentida y considerable de seguridad e incluso de libertad. Díganme, si no estoy en lo cierto, el cataclismo que supondría en nuestro estilo de vida si recibiéramos la triste noticia, un día de estos, que nuestros archivos alojados en la nube se perdieran para siempre en el sueño de los justos: la hecatombe, el acabóse.
Dándole vueltas a todos estos razonamientos, me ha venido por casualidad a la mente unas frases que están plenamente vigente hoy en día: la información es poder y nadie da duros (moneda antigua española que equivalía a cinco pesetas) a pesetas. No nos damos cuenta o simplemente lo dejamos pasar sin prestarle demasiada importancia, de la gran cantidad de datos sensibles nuestros que guardan en sus bases de datos compañías de todo tipo; multinacionales que, con el pretexto de ofrecernos, gratuitamente o por un precio considerablemente bajo, servicios tan dispares como necesarios, a saber: correos electrónicos, servicios de videollamada o mensajería, plataformas de acceso a libros, películas o aplicaciones de móvil, alojamiento de archivos en la nube, y un largo etcétera, nos obligan, sí o sí, a registrar nuestros nombres y apellidos, lugar de residencia, fecha de nacimiento, tarjetas de crédito o cuentas bancarias para el abono de los mismos, y si fuera el caso incluso el color de nuestra ropa interior pues, de lo contrario nos sería imposible acceder a tan excelsas y maravillosas prestaciones.
Olvidamos o, lo que es peor, no nos paramos a pensar convenientemente en ello, que esos datos, claves de acceso inseguras inclusive, y consecuentes aceptaciones de condiciones de servicio que nunca leemos, son sin lugar a la duda nosotros mismos y los ofrecemos gratuitamente con la ingenuidad de un bebé de teta, sin oponer traba u obstáculo, como si diéramos por supuesto que la manera de operar fuera ésta y no otra. Y claro, si esos datos que los hemos servido en bandeja de plata llegaran por arte de magia informática a manos avariciosas pondríamos y con razón, me incluyo conscientemente en la ecuación, el grito en el cielo; pero yo me vuelvo a hacer una pregunta: ¿acaso no somos todos en parte responsables, por acción u omisión, de que nos roben en nuestra propia casa si dejamos la puerta abierta?.
La moraleja a todo este galimatías, aun pareciendo contradictorio, es que no malgaste ni un segundo de tu precioso tiempo en pensar cambiar esta situación pues qué más da, es una batalla perdida, es el precio a pagar por vender nuestra alma al diablo (parafraseando a los clásicos): si esos datos están en internet cualquiera con un mínimo de preparación, si es que los quiere, podrá desentrañarlos, y ahí estará siempre Sony para recordárnoslo. (guiño-guiño, codo-codo).