El bolsillo mágico

Imagen de carcasas móviles del documental "La tragedia electrónica". RTVE

La lectora cuya lamparita de noche se fundió justo cuando iba a descubrir al asesino en su novela; el estudiante que entregó tarde su mejor trabajo porque la impresora decidió que quizá no era tan bueno; o el fan acérrimo de los Beatles que tras descargarse la discografía completa en su iPod -cuando aún se vendían- se le acabó la batería y jamás volvió a encenderse.

Todos ellos -y media España- descubrieron en 2011 la raíz de todos sus males tecnológicos, de la mano de la guionista alemana Cosima Dannoritzer. El estreno del documental “Comprar, tirar, comprar” contribuyó notablemente al conocimiento del concepto de obsolescencia programada y a la concienciación sobre sus consecuencias sociales y medioambientales.

Ha llovido bastante desde entonces y esta práctica es ya una vieja conocida; tanto es así que incluso los parlamentos -farragosos en sus procesos y desconectados del mundo real- ya se han puesto en marcha. Concretamente, el Parlamento Europeo pidió el pasado julio a la Comisión, Estados y fabricantes “impulsar la reparabilidad de todos los productos que salen al mercado” y “garantizar que los consumidores reciben información sobre la vida útil de los productos” en palabras de Pascal Durand, vicepresidente del grupo europeo de los Verdes, además de incentivar

la fabricación de productos más fiables y duraderos.

Y justo aquí es donde entra aquello de la “innovación”, un arma de doble filo, otrora sinónimo de progreso, que con el tiempo ha perdido su valor, relegada a ser, según la RAE, la mera “creación y modificación de un producto, y su introducción en el mercado. En efecto, con conceptos como “producto” o “introducción en el mercado”, esa idea de innovación, de mentes científicas, genios visionarios girando la rueda del progreso en beneficio de la humanidad, es sustituida por un grupo de “mercadotécnicos”, ingeniando la manera de crear necesidades artificiales para extraerte el máximo beneficio.

Es el progreso al servicio del comercio y no al revés.

Parece ser que la innovación se desligó del progreso e inició un idilio con el marketing, y de esto, tuvo enorme responsabilidad el mismísimo Steve Jobs. Philip Kotler definió el marketing como el “proceso […] mediante el cual grupos e individuos obtienen lo que necesitan y desean a través de generar, ofrecer e intercambiar productos de valor con sus iguales”, definición que hoy día ha sido transformada, innovando el concepto de “necesidad”, derivado en “necesidad artificial”, y del concepto de “valor”, algo más complejo de desarrollar.

Y es que el “desvalor” del marketing se produce en el momento en el que intentas vender un producto

, en lugar de un verdadero progreso tecnológico. Cuando equipo de comunicación y marketing el que lleva la batuta de los lanzamientos, y éstos no se llevan a cabo en sincronía con el progreso real. Es sabido de todos el enorme trecho que siempre hay entre progreso científico puro -que va floreciendo en entornos universitarios y, sobre todo militares– y lo que llega a los consumidores en forma de “electrónica de consumo”.

Y quizá el “gap” entre consumidores e investigadores, en su medida, no siempre es negativo, pero cuando se ensancha hasta el punto de estar comprando hoy y a precios desorbitados tecnologías que podrían haber estado listas para su venta hace 4 años, hay un claro problema en el mercado.

Nos venden hoy tecnologías que podrían haber estado listas para su venta desde hace años.

Ya no adquirimos un dispositivo electrónico, más bien compramos un producto de marketing de usar y tirar, con componentes que quedan obsoletos al poco tiempo de salir al mercado, diseñados cuidadosamente por el departamento de marketing, y no por el de investigación y desarrollo, es el progreso al servicio del comercio, y no al revés.

OLIVIER HOSLET (EFE) / QUALITY-REUTERS

Y es justo aquí donde aparece la “nueva obsolescencia”

; ya no hace falta construir productos poco durables y de difícil reparación -que también se hace- sino tan solo racionar la tecnología en cada lanzamiento, por tanto, independientemente de la disponibilidad de métodos y componentes más potentes, eficientes y duraderos, se buscará el menor progreso tecnológico posible entre lanzamientos para así estirar al máximo una línea concreta de productos y crear una nueva obsolescencia artificial; en otras palabras, en lugar de lanzar un smartphone con la mejor cámara y la mejor pantalla, lo sacarán sólo con la mejor pantalla; el año siguiente lanzarán la cámara que podían haber implementado ese mismo año, y así, en lugar de un lanzamiento, hacen dos, aderezados eso sí, con mucho marketing para que no se note la falta de progreso -que no de innovación-.

El crear productos que no tengan apenas innovación tecnológica es simplemente una una «obsolescencia artificial».

Además, para entonces, dentro de esa dinámica mercadotécnica, la pantalla se habrá quedado ya obsoleta, lo que significa una oportunidad más de hacer otro lanzamiento sin valor al año siguiente y así sucesivamente. Algo negativo, por supuesto, para el consumidor, para el medio ambiente, y para la propia industria, ya que la verdadera innovación científica queda frenada y reservada únicamente a unos pocos.

La mercadotecnia solo supone algo negativo para el consumidor, el medio ambiente y la propia industria, ya que la innovación se frena.

¿Es entonces el progreso tecnológico una quimera para las masas ilusas?, ¿un espejismo producido por el marketing que no vale la pena perseguir? Pues -en mi opinión- desafortunadamente, sí, si hablamos de la innovación que nos venden.

Cada año los fabricantes se esmeran en producir el dispositivo que mejor redundará en su cuenta de resultados, dejando en parte de lado el progreso que sí tiene valor -que lo hay, claro-  ¿Dónde está entonces el verdadero progreso?

Existe, y desde luego, aunque no nos beneficiemos de el cuando deberíamos y al precio que debería, está claro que el bolsillo mágico donde las empresas guardan sus proezas de la ingeniería para irlas sacando a su ritmo está en alguna parte, conectado con los laboratorios secretos de las empresas, universidades e incluso, ámbito militar, que es donde se produce la verdadera magia, por el momento sólo al alcance de unos pocos. No es un mal exclusivo de la industria tecnológica, y, como en otras muchas áreas, la voz y el poder de cambiar las cosas está en manos de todos nosotros.